Los Andes (Mendoza), 18 de mayo de 2003.

Cultura

Las cautivas

Por Martha Eugenia Delfín Guillaumin

El tema del cautiverio, y en particular de las cautivas, ha generado a lo largo de la historia diferentes manifestaciones que abarcan, entre otras cosas, la narrativa, la pintura y la escultura. El mito de Perséfone es una clara evidencia de lo anterior. El rapto, la separación violenta de su círculo familiar, la obligación forzada a la práctica sexual, la incorporación a la fuerza de trabajo del grupo agresor, forman parte de lo que caracteriza este fenómeno. En esta ponencia se pretende desarrollar dicho tema, es decir, las mujeres cautivas por los apaches y otros grupos indígenas del norte de México durante el siglo XIX, y las mujeres cautivas por los indios ranqueles y los de la pampa argentina en ese mismo período. En ambos casos se trata de mujeres que vivieron las consecuencias de las contradicciones entre los distintos proyectos de Estado-Nación decimonónicos y los indios mencionados, quienes luchaban contra el exterminio de sus formas ancestrales de vida que tales programas políticos representaban.

En este sentido, es necesario aclarar que se ha elegido a esos grupos indígenas porque ambos significaron un freno a la expansión territorial española y luego criolla en las llamadas fronteras interiores. Se trata de comunidades que practicaban una economía de apropiación y que desde antes de la llegada de los españoles solían raptar mujeres y niños para incorporarlos a sus rancherías o tolderías. Solamente se analizarán algunos ejemplos que considero pertinentes para reflexionar brevemente sobre este tema, en particular para tratar de comprender la supuesta preferencia que tenían los indios por la mujer blanca, la manera como era incorporada al grupo raptor, los roles que ejercía al interior del mismo el mestizaje producto de esa situación. Asimismo, se pretende realizar un comentario sobre la imagen literaria y la representación plástica de ese rapto y cautiverio, en la que siempre la mujer aparece con una actitud total de sufrimiento y el hombre indio con una mirada llena de lascivia. Alegoría quizás de la “civilización” contra la “barbarie”.

El significado del cautiverio

Pero, ¿qué significa la voz cautiva?, etimológicamente proviene del latín captivus, es decir, cautivo, prisionero, aprisionado. Era una voz comúnmente empleada por los españoles, que tenían por costumbre, al igual que otros pueblos del Mediterráneo, atrapar a parte de los vencidos en las batallas en calidad de rehenes para luego negociar su libertad e intercambiarlos en caso necesario con los enemigos. En algunas ocasiones los cautivos pudieron ser de noble linaje; de tal forma, es sabido que los Reyes Católicos tenían en calidad de rehén al pequeño hijo de Boabdil, el último rey moro de Granada, como garantía del cumplimiento de las capitulaciones para entregar la ciudad. Toda vez que terminó el sitio de Granada, el niño fue devuelto a su padre en enero de 1492. Asimismo, los monarcas españoles liberaron a 500 cautivos moros en esos días. Lo más asombroso de este asunto, y que tiene que ver con el tema de esta ponencia, es recordar que el inicio del infortunio de Boabdil, el Zogoibi, el Desventuradillo, fue la presencia de una cautiva cristiana, doña Isabel de Solís, quien luego profesó la religión islámica y se pasó a llamar Soraya. Se dice que era una mujer tan bella que lo mismo fue deseada por Boabdil que por Hacen, su padre, el rey granadino, y eso dio inicio a las guerras internas entre los moros, tan bien aprovechadas por los reyes cristianos. Verdad o parte de la leyenda es la frase atribuida a Fernando de Aragón, quien afirmó que ojalá hubiera más cristianas cautivas como Isabel de Solís, quien había logrado con su belleza lo que los soldados españoles no habían podido concretar en el campo de batalla.

El canje de rehenes cautivos y sus fines estratégicos también se puede apreciar en la América española, y ya en pleno período independiente durante el siglo XIX. En particular, se encuentra una referencia a este tipo de intercambio en el poema épico Martín Fierro de José Hernández, escrito en la década de 1870 y que representa una apología del gaucho y no del indio. En uno de los pasajes de esta obra, el autor relata cómo el gaucho Martín Fierro y su amigo el sargento Cruz son capturados por los indios pampas. Ante el peligro de muerte están alertas, sin embargo el lenguaraz les explica que no los mataban porque el cacique así lo había decidido ya que estaban preparando un malón (correría, incursión a tierras de no indios) y:
 

Les ha dicho a los demás
Que ustedes queden cautivos
Por si cáin algunos vivos
En poder de los cristianos,
Rescatar a sus hermanos
Con estos dos fugitivos
 

El encuentro de Martín Fierro con la cautiva de los pampas se produce en circunstancias terribles. Acusada de brujería por otra de las mujeres del indio que la tenía cautiva, éste había decidido castigarla matándole al hijo producto de su relación. Obviamente, José Hernández trata de producir el mayor efecto dramático en el lector para demostrar el salvajismo del indio y la nobleza del gaucho, redimiendo así a este último a los ojos de la gente civilizada. Las mujeres, y en general los niños y jóvenes raptados, eran obligados a incorporarse al grupo indio como fuerza de trabajo, y obviamente las mujeres además procreaban los hijos que más tarde participarían en las correrías depredadoras. Sobre este particular, Fernando Operé refiere que “si los cautivos eran piezas preciadas como mano de obra y objetos de valor en el intercambio intertribal y con los cristianos, las cautivas tenían un doble valor, pues podían ser también esposas y madres... Las mujeres representaban propiedad y eran expresión de poder y status. Sin embargo, aunque la poligamia era una práctica aceptada, sólo caciques y capitanejos se podían permitir el lujo de mantener más de una esposa... Para muchos indios de bajo status, que no poseían medios para comprar una esposa, raptar una cautiva blanca era una forma de conseguirse cónyuge sin pagar el precio de la novia”. Desde antes de la llegada de los españoles es sabido que los indígenas americanos raptaban mujeres de los grupos vecinos, habría que recordar la relación conflictiva entre los indios Pueblo y los apaches en el norte de México, o los huarpes y los puelches en Mendoza, Argentina, es decir, grupos dedicados a la agricultura atacados por otros que practicaban una economía de pillaje, de apropiación. No sólo les robaban sus cosechas, sino sus niños y mujeres. Una especie de rapto de las Sabinas pero a la americana.

Volviendo al Martín Fierro, la mujer le relata sus desventuras luego de que los indios pampas asesinaron a su marido cuando asaltaron su partido llevándola cautiva, y la agobiante carga de trabajo que debía desempeñar en las tolderías indias:
 

En tan dura servidumbre
Hacían dos años que estaba.
Un hijito que llevaba
A su lado lo tenía.
La china la aborrecía
Tratándola como esclava...

Ansí le imponía tarea
De juntar leña y sembrar
Viendo a su hijito llorar;
Y hasta que no terminaba,
La china no la dejaba
Que le diera de mamar.

Cuando no tenían trabajo
La emprestaban a otra china.
Naides, decía, se imagina,
ni es capaz de presumir
cuánto tiene que sufrir
la infeliz que está cautiva
 

La china era la mujer principal del indio y por eso sus celos y su empeño en provocarle tanto daño. Con respecto a las tareas que efectivamente desempeñaban las mujeres indias al interior de su comunidad, se puede citar como ejemplo la siguiente descripción de las mujeres apaches: “No se peinan si sus padres o maridos salieron a una expedición, hasta que vuelven. Ellas son las que trabajan: cuidan los caballos, los ensillan cuando el marido tiene que montar, hacen las gamuzas, las teguas, los chimales, fustes, estribos, mitaexas y, en una palabra, todo lo que hay que hacer”. Asimismo, esta información puede ser complementada con la descripción que ofrece Fernando Operé sobre las tareas que las mujeres realizaban en las comunidades pampas, porque “además del trabajo doméstico, de cuidar a los niños y cocinar, tenían que construir los toldos, montarlos, desmontarlos y mantenerlos en buen estado. Eran también empleadas en labores de pastoreo y cuidado de ganados, curtido de pieles, extracción de grasas, confección de objetos de plumas, madera, hueso, y otros textiles”.

El indio, la china y la cautiva

El rapto de niños y niñas también es recogido en diversas fuentes, como la del minero francés Louis Lejeune, que durante su viaje al norte de Sonora realizado en los años de 1885-1886, cuando se libraba la última guerra contra los apaches, escribió en su diario las impresiones de lo que presenció; en particular, menciona el trato dado a los niños cautivos: “Los apaches no daban cuartel pero, con frecuencia, antes de matar a sus prisioneros, los conservaban con vida algunas horas y los ‘calentaban’ o los mutilaban para sacarles información o para divertir a las mujeres. Rompían contra un tronco de árbol la cabeza de los niños. A veces perdonaban la vida a niños o niñas de ocho a doce años y los acostumbraban a la vida salvaje, eliminando a aquellos que servían mal o trataban de huir. Un niño de diez años, tomado en Janos, fue arrastrado desnudo entre los cactus, al galope de un caballo. Su cuerpo, hinchado y ennegrecido, se parecía a ese monstruoso melón del desierto cubierto de espinas y que se llama biznaga”. Por el contrario, en el libro “Las guerras indias en la historia de Chihuahua”, su autor, Víctor Orozco, menciona que la suerte de los cautivos de apaches y comanches dependía de su edad. De esta forma, “los adultos casi siempre eran eliminados, lo mismo que los niños pequeños que no podían caminar”. Explica que los menores que lograban llegar a los aduares indígenas “eran asimilados y tratados igual que el resto de los niños, por lo que la mayoría acababa por integrarse a las costumbres y hábitos de sus captores”. Asimismo, incluye el relato de Roque de Jesús Flores, un muchacho cautivo por los comanches que había vivido entre ellos desde los 7 hasta los 22 años. Interrogado por el comandante Pedro García Conde en julio de 1835, narró su vida entre los indios. Por cierto, en su parte el oficial decía que “este desgraciado joven parece pertenecer a una de las principales familias de Santa Rosa, donde fue hecho cautivo a edad tan temprana que hoy sólo sus facciones lo distinguen de los comanches”. En su relación, Roque de Jesús Flores comentaba “...que existen entre éstos muchos cautivos, aunque no puede decir a punto fijo su número y que ninguno de aquellos se ha ido voluntariamente porque infiere no salen del cautiverio por el buen trato que reciben”. Para los indios también era importante la devolución de sus guerreros capturados. Según Carlos González y Ricardo León, “este era el obsequio más importante que una autoridad podía hacer a un jefe apache: regresarle a uno de sus guerreros que hubiese sido capturado en acción de guerra y enviado fuera de la provincia”.

Ahora bien, desde un principio, los europeos que llegaron a este continente vieron con bastante naturalidad el hacerse de mujeres indias. Es sabido que Paraguay era conocido como “el Paraíso de Mahoma” por la cantidad exagerada de mujeres indígenas que tenía cada conquistador, como por ejemplo, Domingo Martínez de Irala a mediados del siglo XVI. Durante ese mismo período en la provincia de Tucumán, dependiente del Virreinato del Perú, se conoce que cierto gobernador llamado Francisco de Aguirre era “tan aficionado a las indias que en cierto momento lo llamó la Inquisición de Lima a dar cuentas de su poco cristiana conducta. Pero el fundador de Santiago del Estero salió indemne del Tribunal y se defendió diciendo que de esa manera mejoraba la raza” y fomentaba el poblamiento de la región.

Pero, ¿qué pensaban los españoles y luego los criollos independientes de que los indios les robaran a sus mujeres blancas?, ¿cómo han interpretado los historiadores y antropólogos modernos esa situación? Fernando Operé relata la historia de la cautiva Francisca Medrano, quien desde los cuatro años había sido raptada por los comanches de la casa paterna en Nuevo México. A sus padres los mataron, a sus dos hermanos también los raptaron y no supo más de ellos. Llegó a cumplir 100 años de edad (1831-1931). Sus memorias fueron recogidas por un misionero metodista apellidado Butterfield y publicadas con el título de “Comanche-kiowa and apache missions”. Durante su cautiverio con los comanches, según se desprende de su relato, no conserva un buen recuerdo, la hicieron trabajar muy duro, acarreó agua y leña y desempeñó todas las tareas que le fueron asignadas. Luego fue vendida a los kiowas, se casó con un guerrero y tuvo tres hijos de los cuales ninguno sobrevivió. También su esposo kiowa murió y fue vendida de vuelta a los comanches. Se volvió a casar con un comanche y tuvo una hija. Sin embargo, en 1869 se trasladó al recién fundado Fort Sill, en Oklahoma, allí conoció al que sería su nuevo marido, “un joven corpulento, rubio y de ojos azules” de origen español con quien llegó a tener tres hijos. Operé opina que el relato fue manipulado por el misionero metodista, puesto que abundan las referencias a la vida de Francisca en Fort Sill detallando los trabajos de ella en la misión metodista como una especie de propaganda religiosa, pero no menciona el nombre de sus esposos indios ni el de los hijos muertos, y el autor se pregunta si ella se avergonzaba de su experiencia en cautiverio y si representaba la maternidad con indígenas un estigma para ella. Como dato anecdótico, vale señalar que nunca se dejó fotografiar porque tenía la creencia de “que si así fuera su espíritu la abandonaría y moriría”, es decir, algo de las costumbres comanches quedó en ella para siempre.

Mujeres divididas

Lucio V. Mansilla narra sus impresiones acerca de las cautivas que conoció en las tolderías indias durante su viaje a principios de 1870 para efectuar un tratado de paz con los ranqueles del sur de Córdoba, Argentina. Cuando comenta las condiciones de vida de éstas y las relaciones sexuales que eran obligadas a tener sirviendo de “instrumento para los placeres brutales de la concupiscencia”, cita a una de estas mujeres que fue la excepción puesto que se negó a ser sometida sexualmente: “Y sin embargo, yo he conocido mujeres heroicas, que se negaron a dejarse envilecer, cuyo cuerpo prefirió el martirio a entregarse de buena voluntad. A una de ellas la habían cubierto de cicatrices; pero no había cedido a los furores eróticos de su señor. Esta pobre me decía, contándome su vida con un candor angelical: ‘Había jurado no entregarme sino a un indio que me gustara, y no encontraba ninguno’".

Otra cautiva le cuenta que su presencia fue motivo de disgusto entre las otras mujeres del indio que la raptó, que la “mortificaban mucho”, le pegaban entre todas cuando la agarraban en el monte, pero que desde que el indio había dejado de interesarse en ella, las demás mujeres se volvieron sus amigas. Mansilla concluye advirtiendo que “cuando el indio se cansa, o tiene necesidad, o se le antoja, la vende o la regala a quien quiere. Sucediendo esto, la cautiva entra en un nuevo período de sufrimientos hasta que el tiempo o la muerte ponen término a sus males”.

Otro ejemplo lo proporciona Operé con la historia de Tomasa. Ella, al contrario de los casos mencionados, deseaba permanecer entre los indios comanches que la raptaron siendo una niña. De hecho, cuando fue canjeada a la edad de diez años en 1851 y colocada como sirvienta en la casa de una familia rica de la ciudad de El Paso, Texas, no se sintió a gusto porque extrañaba a su familia comanche y se escapó junto con otro niño ex cautivo; luego de varios días de viaje y a punto de terminarse sus provisiones, afortunadamente para ellos lograron hallar el campamento comanche.

La clave para entender estas posturas tan diferentes por parte de las cautivas la ofrece Jimena Sáenz, cuando supone que el primer tipo corresponde a mujeres recién raptadas que deseaban escapar, y el otro a mujeres que ya tenían más tiempo entre los indios, porque “cada una de las mujeres se convirtió en esposa de un indio y tuvo varios hijos; su apego a los frutos de una misión forzada las habituó a la dureza y privaciones de la vida errante de sus dueños, y perdieron, si no totalmente el recuerdo de su país, por lo menos el deseo de regresar”. ¿Era un deseo sincero de quedarse entre los indios? La autora señala que no sólo se trata de razones afectivas sino psicológicas, puesto que ninguna de ellas “deseaba encontrarse con su anterior marido y temían más que todo a la civilización y al qué dirán. Sus costumbres y su aspecto eran ya pampas; la vergüenza de enfrentarse con una civilización abandonada, aunque no por propia voluntad, hacía casi imposible el rescate de las cautivas”. Por esa misma situación pasó Lola Casanova, la muchacha sonorense raptada por los seris a mediados del siglo XIX, cuando al ser rescatada prefirió dejar a su hijito Víctor, de menos de dos años de edad que había tenido con el jefe indio Coyote Iguana. Según Sergio Córdoba Casas, es muy probable que ella haya tomado esa decisión “pues la sociedad hermosillense era muy conservadora y jamás hubiera aceptado a su hijo entre los blancos”. Según Fernando Operé, en La Cautiva, Esteban Echeverría en 1837 retrata a la mujer sublime que escapa de los horrores de la barbarie y desprecia la posibilidad de procrear un hijo con un indio; ella se encuentra embarazada del inglés Brian, es decir, evita un hijo mestizo porque en la visión romántica del autor esto “implicaba la pérdida de la pureza sobre la que se querían asentar los cimientos de la nueva nación: una nación étnica y culturalmente blanca”. Para Echeverría, ella encarna a la civilización y defiende su virtud en contra del salvaje, el mestizaje representaría una violación de esa pureza que pretendía integrar a Argentina “en el coro de las naciones civilizadas”. Deseado o no, el mestizaje interétnico fue una constante en las rancherías indígenas, tanto del norte de México como del sur argentino. En 1806, una cautiva de los pehuenches del sur de Mendoza se negaba a dejar las tolderías, no era la primera vez que trataban de rescatarla pero ella le dijo al oficial español: “No quise irme porque quiero mucho a mis hijos”.

La imagen romántica de las cautivas

El romanticismo del siglo XIX, tanto en la plástica como en la literatura, casi siempre representó a la cautiva como una víctima. En los óleos y litografías de la época se observa siempre la figura de la mujer raptada mirando al cielo, semidesnuda, los ojos implorantes, montada en el mismo caballo del indio que con una mano sujeta las riendas y con la otra sostiene su preciada carga mientras la observa con una mirada llena de lascivia sugerida por el pintor y que recrea un imaginario colectivo. Lo mismo que una portada de una revista estadounidense de fines del siglo XIX que muestra a un apache raptando a una mujer blanca, se pueden apreciar estas escenas en los cuadros de Juan Mauricio Rugendas que representan mujeres raptadas o que tratan de rescatar de sus captores (mediados del siglo XIX); y aunque para la época que Ángel della Valle pinta su obra “La vuelta del malón” ya se ha acabado el llamado “problema indio” en la Argentina de 1892, este artista plasma una situación similar con una mujer blanca desfallecida y semidesnuda en los brazos del indio que la sostiene mientras cabalgan y uno de sus compañeros lleva una cruz como parte del botín.

¿Qué motivaba a los indios a raptar mujeres blancas? Según las palabras del indio ranquel que le contestó a Mansilla la pregunta “¿Qué te gusta más, una china o una cristiana?”, le gustaban más las cristianas porque “ese cristiana, más blanco, más alto, más pelo fino, ese cristiana más lindo...”. Reynaldo A. Pastor opina que la presencia de la mujer cristiana significó para los indios un incentivo propiciado por sus “mórbidas líneas, la blancura de su cutis, su sedosa cabellera, su presencia angustiada y dolorosa [que] le trastornaban la mente despertando toda su sensual masculinidad”. Independientemente de esta consideración tan fantasiosa, no se debe olvidar que desde tiempos lejanos, las mujeres raptadas eran incorporadas a las distintas actividades económicas y servían para procrear hijos que aumentarían el número de individuos del grupo en cuestión; de hecho, en el caso argentino, se sabe que los hijos de cautivas y caciques podían ocupar el cargo de su padre al morir éste. Estos mestizos tenían iguales derechos y obligaciones que el resto del grupo al que pertenecían.

De cualquier forma, es difícil abandonar los estereotipos creados por el vencedor de esta historia, porque algo que habría que reflexionar es que tanto los indios del norte de México y los de la pampa argentina hasta ahora descritos en los casos de cautiverio fueron diezmados, muchas veces exterminados del todo, en nombre de la civilización vs. la barbarie.

En 1879, el general Julio Argentino Roca dirigió la Campaña del Desierto en contra de los grupos indios rebeldes de la pampa al sur de la provincia de Buenos Aires, el sur de Córdoba y el sur de Mendoza, en una línea que se extendía de la Cordillera de los Andes hasta el Atlántico y que él y su ejército lograron bajar hasta el río Negro. En 1887, Jerónimo, el último jefe apache rebelde fue vencido. En ambos casos los indios que sobrevivieron fueron repartidos entre los vencedores en calidad de sirvientes o deportados a lugares completamente diferentes a su hábitat original. Por ejemplo, los ranqueles fueron enviados al Tucumán, y los apaches a Florida.

Para concluir, se reproduce la noticia fechada el 9 de diciembre de 1868 y que probablemente en la actualidad alegraría a algunos estudiantes en vísperas de exámenes; la escribe el subdelegado de la Villa de La Paz, va dirigida al Inspector de Escuelas de la Provincia de Mendoza, Argentina:

“El que suscribe tiene el pesar de anunciar a esa Inspección que con motivo de los deplorables sucesos ocurridos el 22 del pasado en el Departamento de su cargo, será imposible rendir exámenes en el establecimiento de varones; y que con mayor razón lo será en el de niñas porque su digna preceptora es una de las desgraciadas personas que han sido cautivas por los indios.”
 

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