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El pensamiento indigenista en América Latina (1915-1930)

Eduardo Devés Valdés

El indigenismo es uno de los movimientos más interesantes del pensamiento latinoamericano y ello por tres razones, al menos:

1. En torno a esta temática se genera una reflexión de bastante autonomía, donde nuestro pensamiento —al no tener suficientes antecedentes extralatinoamericanos— está obligado a desplegar la creatividad;

2. Convergen un conjunto de autores de importancia configurando un núcleo de discusión de gran riqueza y donde se gestan ideas importantes que se proyectan posteriormente hacia otros temas: carácter nacional o continental, nacionalismo, etc.;

3. Se interconecta con un movimiento cultural que trasciende con mucho el nivel de las ideas, impacta sobre el quehacer científico social (antropología, sociología, psicología social), sobre las artes (pintura y música, principalmente), así como sobre la actividad política.

El indigenismo, en un sentido amplio, abarca varios siglos de pensamiento como de producción cultural y de actividad política. Aquí, sin embargo, nos interesa únicamente un período muy corto, aunque medular, y sólo referido al movimiento de ideas en sentido estricto (1). En este período es que llega a formularse en América latina un conjunto de proposiciones relativas al carácter mestizo (o no blanco, más en general) del continente. Confluyen aquí planteamientos como el indigenismo radical, el afroamericanismo, el antillanismo e incluso el agrarismo, en cierta forma, así como el nativismo o el criollismo, más cercanos, estos últimos, a la literatura que al ensayo. Se consolida un tipo de trabajo intelectual en que coinciden tres géneros: el ensayo, el estudio antropológico y el discurso político. Los tres géneros no siempre muy delimitados configuran un conjunto de proposiciones que diagnostican la situación del indígena, a la vez que proponen una serie de medidas para mejorarla.

Probablemente aquello que contribuye en primer lugar a caracterizar este movimiento es la ligazón entre el indígena y el tema de la tierra. El indígena es visto como productor agrícola más que como raza o etnia, más que como objeto de salvación moral o pedagógica, más que como preocupación de la medicina o la psicología. Sin menoscabo que tales cuestiones también se articulen secundariamente con el problema de la tierra.
Se va estableciendo, de esta forma, la polaridad indígena versus no indígena, como expresión de la polaridad latinoamericano versus no-latinoamericano. En otras palabras, al ser la realidad latinoamericana concebida como lo indígena, esto pasa a representar lo más propio y profundo de nuestra realidad; suplantando por esta vía al arielismo latinista que había marcado los años anteriores, suplantando por ello la polaridad arielista: latino-sajón, y suplantando asimismo lo culturalista por lo social (2). En síntesis, durante el período 1915-1930 se produce un conjunto de escritos que reivindican lo propio del continente entendido como indígena, se desarrolla así lo que hemos denominado un identitarismo social.

Dicho identitarismo social, sin duda, se liga a un movimiento mundial de ideas y sólo madura luego de tres grandes hechos: la Revolución mexicana, la Revolución rusa y la Primera Guerra Mundial. Éstos generan un impacto suficientemente grande en la intelectualidad latinoamericana para motivar que la nueva generación sienta la necesidad o tenga el pretexto de tener que instalarse en el escenario esgrimiendo un nuevo paradigma.

Ahora bien, es importante destacar que se ha llegado a sostener que una buena parte del indigenismo mexicano no quería otra cosa que occidentalizar, aunque dulcificadamente, al indio; es decir, que era una posición modernizante, homogeneizadora (3). Este artículo quiere mostrar cómo, al interior del pensamiento latinoamericano, el sentido del indigenismo es más bien el contrario: defensa de lo propio, reivindicación de los valores y la cultura indígenas, acentuación de la presencia indígena al interior de la cultura nacional, reivindicación de derechos económicos y otros. Por cierto, se trata de un énfasis y no de una cuestión absoluta y, por cierto también, nos estamos refiriendo a las ideas, no a las prácticas.
 

EL INDIGENISMO FILOSÓFICO

La de José Vasconcelos es la formulación que ha sido más reconocida en torno a la cuestión del mestizaje. Pero el mexicano es, en cierta forma, la culminación de una trayectoria que se venía desarrollando tanto en su propio país como en otras latitudes. La mestizofilia vasconceliana es total y metafísica pero otros autores aluden a cuestiones más específicas o parciales antes que él. En la «raza cósmica» convergen y alcanzan plenitud todas las razas, llegando allí a su realización y superación (4).
Agustín Basave Benítez, en su obra México mestizo (5), establece que es Andrés Molina Enríquez quien alcanza ya en la primera década del siglo una formulación madura del proyecto mestizófilo, como idea de que el fenómeno del mestizaje —es decir, la mezcla de razas y/o culturas— es un hecho deseable (6). Al mismo Molina Enríquez pueden encontrársele todavía antecedentes en Justo Sierra, Francisco Pimentel o Vicente Riva Palacio, pero es, sin embargo, con Los grandes problemas nacionales (1909) que se completa la formulación de un diagnóstico y de un proyecto, articulando la cuestión del mestizaje con la de la tierra, del riego y de la reforma agraria, articulación que lo ha constituido como el principal teórico de la Revolución Mexicana.

También desde una perspectiva que destacaba lo mestizo y lo no-blanco, aunque claramente más indigenista, fue escrita Forjando patria (1916), la obra de Manuel Gamio, quien propone la «indianización» del no indígena para así transmitirle al indígena ciertos trazos culturales que necesita. Destaca la igualdad de nivel de los elementos artísticos, destaca a la vez la inferioridad de la ciencia autóctona respecto a la europea. En este sentido debe realizarse un mestizaje de culturas. Antropólogo de profesión y discípulo del germano-norteamericano Franz Boas (como lo sería algo más tarde Gilberto Freyre), Manuel Gamio sostiene que «el transcurso del tiempo y el mejoramiento económico de la clase indígena contribuirán a la fusión étnica de la población» y agrega que con ello y la integración cultural surgirá la verdadera patria mexicana (7).

Para Gamio la colonia y la república han significado un progresivo deterioro para el indígena. La constitución mexicana de 1857 resultó exótica e inapropiada para los indígenas aunque la cultura católica colonial tampoco fue positiva. Los indígenas perdieron lo propio siendo incapaces de asimilar lo ajeno; se constituyó una mezcla sin valor. La cultura europea ha estado pugnando inútilmente por arraigarse íntimamente entre nosotros, sin embargo, sólo en reducidos grupos sociales existe con vida dicha cultura. Lo que ha resultado, en cambio, es una cultura «cismática», patrimonio de pedantes e imbéciles.

En 1922 sostiene que es curiosa, atractiva y original esa vida arcaica que se desliza entre artificios, espejismos y supersticiones; mas en todos sentidos sería preferible para los habitantes estar incorporados a la civilización contemporánea de avanzadas ideas morales, que aun cuando desprovista de fantasía y del sugestivo ropaje tradicional, contribuye a conquistar de manera positiva el bienestar material e intelectual a que aspira sin cesar la Humanidad (8).

En tal sentido propicia una nacionalidad mestiza; sus ideas y su labor en el Instituto de Antropología apuntaban a contribuir al acercamiento racial, a la fusión cultural, a la unificación lingüística y al equilibrio económico, cuestión que sólo permitirá formar una nacionalidad coherente y definida así como una verdadera patria. Nacionalidad para Gamio es mezcla y convergencia, ha sintetizado Luis Villoro (9). Son todos estos elementos los que permitirán una patria poderosa, una nacionalidad coherente y definida (10); Gamio señala que apunta a prestar su «humilde contribución al resurgimiento nacional que se prepara». De este modo se revela la clave o el objetivo de su preocupación, que es la de constituir la nacionalidad que percibe como inexistente o menoscabada por la excesiva diferencia cultural, la incomunicación o el defecto de muchos que no quieren o no pueden participar cabalmente en ésta. Desde este punto de vista, su indigenismo se resuelve en nacionalismo. Villoro ha insistido en esto al señalar que en Forjando patria está expresado, quizás mejor que en ninguna otra obra de la época, el ideario del movimiento revolucionario posterior a Madero: el nacionalismo social, la búsqueda de una cultura propia, la mejoría de las masas por la acción consciente de un nuevo Estado popular, la redención del campesino indígena, la construcción de una sociedad más igualitaria (11).

Continuando en esta línea que otorga carácter al indigenismo mexicano de la época; es decir, más científico y filosófico, más especulativo en relación al andino (más político), Miguel Othón de Mendizábal escribió, en 1923, La ética indígena. Planteándose ante la trayectoria de las ideas y las prácticas respecto del indígena —los detractores y los representantes de las razas nativas o partido favorable— afirma que «en la era presente nuestra revolución social reclama una revisión completa de los viejos valores históricos y sociológicos» (12).

Más específicamente, le interesa determinar los rasgos de la moral indígena y su comparación con el cristianismo así como reflexionar en torno a la situación del México de su época. Según Othón de Mendizábal «salvo los sacrificios humanos y las duras sanciones legislativas nada hay en los indígenas que no esté de acuerdo con los principios de la moral religiosa más elevada ni de la ética filosófica más estricta; con la notable diferencia de que los indígenas vivían conforme a sus principios inalterables» (13).

Lamentándose, se pregunta «¿cómo y por qué trágicos caminos espirituales llegó el indígena a su moral actual, o por mejor decir a su actual desmoralización?». La respuesta es tajante; los culpables de esta degradación son los no indios españoles: criollos y mestizos en el pasado y peor aún hoy los mexicanos simplemente, en la medida que «continuando sin freno ni piedad la explotación de las razas nativas, les han impuesto, además, la dura contribución de sangre durante un siglo de luchas políticas» (14).

En respuesta a ello sostiene que si el México idealista y avanzado quiere laborar sinceramente en pro de sí mismo, deberá igualmente laborar en pro del indígena, «base étnica y económica de la nación, para no dar el triste espectáculo de nuestros edificios públicos, llenos de ornatos suntuosos, pero hundidos y desnivelados por falta de fuertes cimientos» (15).

Así como Vasconcelos escribió Indología, Ricardo Rojas escribió poco antes Eurindia (1924). La obra del argentino apunta, igualmente, a marcar un énfasis en la presencia de lo autóctono como configurador de la realidad latinoamericana, pero más allá que eso destaca lo propio, lo nativo, como un impulso que mueve o una atracción que tira a la nacionalidad a intervalos. Exotismo y nativismo se sucederían configurando modelos opuestos y sólo una adecuada combinación aseguraría la felicidad de Eurindia; por esa vía se alcanzaría la «argentinidad integral» (16). Según Rojas, podemos observar que «si la evolución europea se realiza por ritmos cronológicos dentro de su propia tradición continental, en América el proceso de "antes y después" se entrecruza con las mareas sociales del aquí y del allá, o sea de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera, en una especie de ritmo intercontinental. Eso es lo que he llamado "indianismo" y «exotismo"» (17).

La mestizofilia de Ricardo Rojas alcanza, como la de Vasconcelos aunque con anticipación, un carácter también cósmico pero no referido a la etnia sino a la producción humana, en tal sentido su indigenismo, muy moderado en lo que se refiere a la reivindicación del indígena existente, se eleva a categoría clave en la interpretación y sobre todo en la propuesta para el continente, generando una doctrina eurindiana. Afirma que «la doctrina de Eurindia es de tanta latitud, que se funda en las fuerzas creadoras de la tierra, y penetra por la raza, en la historia de la civilización humana. Hay pues, una ciencia de Eurindia, que comprende los seres del medio físico: su fauna, su flora, su gea, su etnos; y una economía de Eurindia, que subordina a ese mismo espíritu la inmigración, la ciudadanía, los partidos; y una didáctica de Eurindia, que da normas a la educación para el perfeccionamiento del hombre americano, preparándolo para realizar su propio destino. A este cuadrivio, referente al cuerpo social, ha de agregarse un trivio referente a la religión, a la filosofía y al arte» (18). En su doctrina se apunta, nos indica, a «discernir lo americano y lo europeo, conciliándolos cuando tal cosa puede ser favorable a nuestro ideal» (19). Siendo precisamente en esa fusión donde «reside el secreto de Eurindia» (20).
 

ANTECEDENTES

La posición de Vasconcelos, Gamio, Molina Enríquez o Rojas es incomprensible al margen de una tradición secular de valorización del indígena al interior de la cultura ilustrada, así como de la perseverancia y manifestación muy importante de lo indígena y popular en los primeros años del siglo, particularmente en México.

Para estudiar el pensamiento latinoamericano, uno de los mejores caminos, es preguntarse por la concepción de América Latina, y en estos años son muchos quienes la conciben como indígena. Lo autóctono, lo propio no alude ahora tanto a ser latino, como a ser heredero de la raza y/o la cultura aborigen; es decir, América se identifica con la sierra, con lo interior; de este modo, la oposición latino-sajón se va transformando en indígena (o mestizo) versus no indígena (o blanco).

En el indigenismo de los años 20 convergen claramente tres tendencias de las décadas anteriores: el arielismo, las tendencias social-anarquistas y el nacionalismo. De este modo puede señalarse que el pensamiento social, marcado por un teoricismo y una incapacidad de referirse a la diferencia, ahora se latinoamericaniza (o indoamericaniza) así como puede afirmarse que el arielismo se «socializa», se empapa tanto de factores sociales como de la concreción que le aporta un nacionalismo que se ha informado sobre la realidad.

La polémica sobre el indio ha sido una de las más importantes del siglo XX y el indigenismo una de las tendencias más originales de nuestro pensamiento.

El indigenismo maduró durante los años 20, aunque como es sabido tuvo numerosos antecedentes y algunos han llamado a éste, «segundo indigenismo» pues, en las dos primeras décadas del siglo, hubo otro que lo preparó. Para el caso peruano, Jorge Cornejo Polar ha señalado que Manuel González Prada con su texto Nuestros indios de 1908; que Pedro Zulén y Dora Mayer con su infatigable labor en la pionera Asociación Pro-Indígena, que actuó entre 1909 y 1916; que Belaúnde con sus primeras obras y que el Partido Nacional Democrático con su Declaración de Principios de 1915, marcan un primer momento de la preocupación por lo indígena (21). Siempre para el Perú, Pedro Planas de acuerdo con Cornejo Polar, ha señalado que habrá que familiarizarse con la mentalidad novecentista, con su idea de nación y con su planteamiento del mestizaje para derivar necesariamente hacia una actividad vindicatoria del legado indígena y de los problemas económicos y sociales que vivió el indígena de principios del siglo XX. Este fue un aspecto central en el pensamiento del 900, razón por la cual el primer indigenismo, que puede situarse entre 1905 y 1921, corresponde, fundamentalmente, a esta formación emprendida en nombre del sentimiento nacional y de la integración social y cultural de los peruanos (22).

Fue, también, con la obra del boliviano Franz Tamayo, El problema pedagógico (1910) y con la del mexicano Andrés Molina Enríquez Los grandes problemas nacionales (1909), ya citado, que se constituyó este primer indigenismo.

Primer indigenismo del siglo XX, significa planteamiento del problema del indio en nuevos términos en relación a lo que había ocurrido en épocas anteriores; es decir, articulación del tema del indio con el tema de la tierra: el indio como cuestión étnico-social y económica, y ya no en términos teológicos, éticos, bélicos o biológicos, como había sido tratado anteriormente.

En el siglo XVI se había abordado el problema del indio, en esa polémica sobre la humanidad y el derecho de esclavizar al aborigen, que ha sido considerada como antecedente del pensamiento latinoamericano. En ésta se enfrentaron Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. A fines del siglo XVIII, en una dimensión más propiamente americana, diversos científicos, especialmente jesuitas residentes en Europa luego de la expulsión, como Xavier Clavijero, Xavier Alegre y otros, reivindicaron aspectos de la naturaleza y la cultura de América y, en dicho marco, reivindican al indio frente a los ataques inferidos por Buffon y de Pauw. En el siglo XIX, visto principalmente como bárbaro por las tendencias modernizadoras, tanto de mediados como de finales, el indígena fue un tema recurrente pero no llegó a constituirse de manera específica en tema de una polémica clave de nuestro pensamiento.

Durante los años 20, surgió el segundo indigenismo que es el clásico, el grande, el que agrupó al mayor número de pensadores, políticos, creadores culturales, en torno a un problema desde el cual emergía una utopía para el continente. Obviamente, no hubo una sola posición, las hubo diferentes y opuestas, pero ello mismo es lo que muestra la vitalidad del tema.
 

INDIGENISMO AGRARISTA Y BELLEZA AUTÓCTONA

En los años 20 y 30, Gabriela Mistral, muy emparentada con la problemática mexicana, produjo un conjunto de textos breves sobre la cuestión indígena. Llamaba con frecuencia a la recuperación de lo propio, de nuestra cultura, como cuando escribía para los educadores, en 1927: «Maestro, enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo garfio de convencimiento. Divulga la América, su Bello, su Sarmiento, su Lastarria, su Martí. No seas un ebrio de Europa, un embriagado de lo lejano, y además caduco, de hermosa caduquez fatal» (23). Se refirió en 1923 a la india mexicana que «tiene una silueta llena de gracia.

Muchas veces es bella, pero de otra belleza que aquella que se ha hecho costumbre a nuestros ojos (24). Su carne sin el sonrosado de las conchas, tiene la quemadura de la espiga bien lamida del sol. El ojo es de una dulzura ardiente; la mejilla de fino dibujo; la frente mediana como ha de ser la frente femenina; los labios ni inexpresivamente delgados ni espesos; el acento, dulce y con dejo de pesadumbre como si tuviese siempre una gota ancha de llanto en la hondura de la garganta... » (25). La india, continúa Gabriela, «camina cubierta bajo la lluvia, y en el día despejado, con las trenzas lozanas y obscuras en la luz atadas en lo alto. A su lado suele caminar el indio». «Van silenciosos, por el paisaje lleno de reconocimiento; cruzan de tarde en tarde una palabra, de la que recibo la dulzura sin comprender el sentido. Habrían sido una raza gozosa; los puso Dios como a la primera pareja humana en el jardín. Pero cuatrocientos años como esclavos les han desteñido la misma gloria de su sol y de sus frutas; les han hecho dura la arcilla de sus caminos, que es suave, sin embargo, como pulpas derramadas» (26).

En 1930 recuerda que «José Carlos Mariátegui, el noble maestro de la juventud peruana que acaba de morírsenos, inició hace unos siete años, con valiosos grupos universitarios de Lima, de Arequipa y el Cuzco, una buena campaña indianista. La segunda de América. La honra de la primera corresponde a México, y aunque contenga las exageraciones que sabemos es, en todo caso, un movimiento de los más realistas» (27).

El tema del mestizaje, del indigenismo y, en menor medida de la herencia africana no puede desligarse del tema agrario y de las reivindicaciones agraristas. El mestizaje étnico y la consolidación de una cultura mestiza (como arte o como técnica) se asocia mucho más a la ruralidad que a la urbe. La Revolución Mexicana, expresión de esto mismo, no pudo sino hacer más sensible esta preocupación.

Gabriela Mistral hace referencia a que, en la actualidad (1928), el obrero industrial acapara toda la atención de los partidos democráticos, pero «la clase campesina comprende de un 50%, un 70%, 80% formidables en aquellas poblaciones. No se puede olvidar eso, vivir al margen de semejante hecho» (28). Exalta la obra del agrarista mexicano Soto y Gama y la de César Arroyo. Identificándose con este último —«yo agradezco a César Arroyo la pasión agraria, como si ella me defendiera a los míos y me acariciara el corazón» (29)— y protesta «¿Qué somos él y yo para convencer a nuestros capitanes políticos de que la colonia era latifundio y que no hemos salido de la colonia? » (30).

Caso distinto es el de Francia, puesto que el campesino de ese país «cuando dice "mi patria' no aúpa metáfora. Posee un pedazo de colina, de llanura y de quebrada; llama patria el conjunto de predios verdes en que hay uno donde él poda el olivo propio y riega la hortaliza de que comen sus niños» (31).

Constata en otro escrito del mismo año, sin embargo, que «comienza a hablarse en Chile de la subdivisión de la propiedad agrícola» que es «una de las cosas esenciales para que una democracia exista» (32) y ello la alegra porque «mucho necesitaba ya la democracia manca que es la nuestra volver la cara hacia el campesino, darse cuenta de él y agrarizarse un poco» (33). Mucho se alegra de esto Gabriela pues recuerda que «hace seis años mandé a Chile mi primer artículo sobre la reforma agraria en México. Desde entonces he dicho mi aborrecimiento de nuestro feudalismo rural» (34).

En 1928 César Arroyo decía que era urgente «dar acceso a la vida a los millones y millones de indígenas que aún se hallan entre nosotros en situación de siervos». Para este agrarista ecuatoriano, que está escribiendo en el momento más álgido de la guerra de Sandino, «después de la defensa de las autonomías, el problema más urgente para las repúblicas del sur, es el de la tierra» (35). Ese mismo año otro agrarista, el peruano Abelardo Solís, sostiene que el latifundio es la clave de todo el sistema agrario de su país, al interior del cual se encuentra el problema indígena. El enemigo principal de la comunidad indígena es el latifundio, afirma refutando a los indigenistas que querían defender la comunidad sin hacer referencia a la estructura agraria global. Piensa que únicamente suprimiendo el latifundio será posible el mejoramiento moral y económico de las comunidades indígenas (36).
 

EL INDIGENISMO POLÍTICO DE LOS PAÍSES ANDINOS

Mariátegui señaló con fuerza, por su parte, que el indigenismo en Perú constituía un substrato de inspiración política y económica; traducía un estado de espíritu, un estado de conciencia del nuevo Perú. Insistió en que el indigenismo como corriente literaria (en el amplio sentido) no está aislado de los otros elementos nuevos. Muy por el contrario se encuentra del todo imbricado. Según él, el problema indígena a la orden del día en política, en economía y en sociología, no puede estar ausente de la literatura y el arte (37).

Dicho indigenismo ha sido identificado, sin comprender estrictamente a todos los miembros, con la generación del centenario peruano. Grupo con mucha preocupación por el quehacer historiográfico, comprende a Raúl Porras Barrenechea, Jorge Guillermo Leguía, Luis Alberto Sánchez, Jorge Basadre, Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, todos más bien limeños. Desde Cuzco se agrega Luis Valcárcel y Uriel García; desde Puno, Emilio Romero (38). Pablo Macera ha caracterizado parte de la labor intelectual de este grupo señalando su conciliación de la experiencia histórica peruana con el pensamiento político europeo contemporáneo; la introducción del tema económico en el trabajo historiográfico y el ajuste del estudio del pasado a las necesidades de explicar y resolver los problemas sociales del Perú actual (39).

Mariátegui, ubicándose en la línea del indigenismo agrarista mexicano así como en la de Gabriela Mistral, insistió en la idea de «peruanizar el Perú»; consigna netamente identitaria, especialmente si el Perú era concebido, sobre todo, en términos de la sierra y su habitante. Este afán peruanizador no se asoció en primer lugar a una propuesta cultural sino social, la emancipación del indígena; a su vez dicha emancipación tendría un carácter netamente económico.

Mariátegui concibió el problema del indio como el de la tierra y éste tenía dos dimensiones claras: latifundio y servidumbre. Tamayo Herrera ha destacado que dicho planteamiento dio concreción, vitalidad, a un problema para el cual se habían aducido terapéuticas pedagógicas, religiosas, biológicas y técnicas. Lo que hizo fue fundamentar y definir la raíz económica del problema indígena. Su indigenismo fue más allá de las disquisiciones cívicas, literarias y quejumbrosas, a que estaba acostumbrado el nativismo peruano (40). Reitera esto mismo cuando señala la diferencia entre la postura de la revista Amauta con el indigenismo previo, diciendo que «mientras que el indigenismo anterior a Mariátegui, el de Zulen, Dora Mayer y Joaquín Capelo, había sido entre paternalista y tuitivo, sin verdadero énfasis transformador y de protesta, la serie de "Proceso al Gamonalismo. Defensa Indígena" prueba que Mariátegui se interesó vivamente por la suerte y el destino de indios contemporáneos en estas páginas destinadas a denunciar el sistema de opresión andino» (41).

La posición original de Mariátegui y la de otros de sus coetáneos se hace comprensible en contacto con posiciones ideológicas que habían calado hondo en una porción de la intelectualidad latinoamericana de esos años: por una parte el marxismo, por otra el bergsonismo, el pragmatismo y el relativismo spengleriano (42). Ahora bien, dicha posición se encuentra también en diálogo con el pensamiento de los propios latinoamericanos y su cita de Vasconcelos lo prueba ampliamente. A este respecto señala que según la mayoría de los pronósticos actuales el futuro de América latina depende de la suerte del mestizaje. Destaca de esta forma un cambio que se ha producido en los últimos años, en que al pesimismo hostil de los sociólogos de la tendencia de Le Bon sobre el mestizo, ha sucedido un optimismo mesiánico que hace reposar sobre el mestizo la esperanza del continente (43). Afirma lo dicho remarcando que el trópico y el mestizo son, en la profecía de Vasconcelos, la escena y el protagonista de una nueva civilización. Por cierto, ello no significa que el peruano acepte las tesis del mexicano que son más bien criticadas. Mariátegui insiste en el aporte nulo o negativo que representarían los africanos y chinos para el Perú (44).

Continuando la idea originaria de su compatriota González Prada, pero igualmente empapado de un movimiento de ideas «agraristas» que por esa época inundaba el continente, se puede afirmar que no es «de los que piensan que la solución del problema indígena es una simple cuestión de alfabeto. Es más bien una cuestión de justicia. No la resolverá sólo un ministro de Instrucción Pública. El más alfabeto no es más feliz ni más libre ni más útil que el indio analfabeto». Pero esto no es algo que afecte sólo al grupo indígena. Por ser tan numeroso, su bien se transforma en el bien del país y es por ello que «la necesidad más angustiosa y perentoria de nuestro progreso es la liquidación de esa feudalidad que constituye una supervivencia de la Colonia, [entonces] la redención, la salvación del indio, he aquí el programa y meta de la renovación peruana".
En tal sentido lo que dice Mariátegui de Valcárcel puede atribuirsele a él mismo: «resuelve políticamente su indigenismo en socialismo» (45) o todavía mejor: en la medida que ha identificado el modo de producción incaico con un comunismo primitivo, siguiendo una tendencia que ya se venía gestando en Perú desde 1912 con los anarquistas(46), funde cabalmente indigenismo y socialismo.

Luis Valcárcel, por su parte, se refirió a un renacimiento del indígena, destacando la aparición del «nuevo indio» cuestión en la cual coincide con Mariátegui, quien señala que pasa «por la aldea y el agro serranos una ráfaga insólita. Aparecen los 'indios nuevos': aquí el maestro, el agitador, allá el labriego, el pastor, que no son los mismos de antes. El "nuevo indio" no es un ser mítico, abstracto, al cual preste existencia sólo la fe del profeta. Lo sentimos viviente, real, activo, lo que distingue al "nuevo indio", no es la instrucción sino el espíritu (el alfabeto no redime al indio). El 'nuevo indio' espera. Tiene una meta. He ahí su secreto y su fuerza» (47).

Valcárcel en Tempestad de los Andes (1927) plantea que el indio lo hizo todo mientras holgaba el mestizo y el blanco entregábase a los placeres y que es en la sangre india donde están aún todas las virtudes milenarias(48) e insiste en que «el Perú esencial, el Perú invariable no fue, no pudo ser sino indio». El Perú es indio(49), la sierra es la nacionalidad (50). El nuevo indio se ha descubierto a si propio. ¿Quién sino él resolverá su problema?.

Luis Alberto Sánchez señaló, en relación al libro de Valcárcel, que su posición no coincidía exactamente con algunos aspectos del pensamiento de éste, pero que ambos convenían en el punto de partida: «el deseo fervoroso de 'peruanizar al Perú' a toda costa y la urgencia de reformar muchos aspectos de nuestra estructura social. Valcárcel proclama a pulmón lleno su indigenismo. Yo proclamo, con igual fuerza, mi totalitarismo» (51). Se refiere a «la necesidad de la reforma del Perú y de la redención del indio sobre bases peruanas típicas» (52). Señala que la tierra nuestra y la raza autóctona serán los números de nuestro cosmopolitismo. «La raza qjesshua como núcleo de esa transformación deberá proveerse de las armas que disponemos los hombres libres: independencia política y económica efectiva y cultura» (53).

Tal vez por ser Valcárcel el indigenista más extremo, varios otros autores, sin estar del todo acordes con él, lo tomaron como un punto de referencia. También lo hace Haya de la Torre, quien se refiere particularmente al autor de Tempestad en los Andes y al «Grupo Resurgimiento» del Cuzco. Reflexiona que «al ver hecho realidad un movimiento de la nueva generación cuzqueña en favor del indio, he recordado que hace 7 años, el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, reunido en el Cuzco como un símbolo de su labor precursora, proclamó entre los grandes deberes de nuestra generación, la reivindicación material y espiritual del indio"(54). Recuerda entonces: «Valcárcel ha dicho, y coincidimos, que el problema del indio es internacional» (55). De este modo «la causa del indígena peruano -como la del ecuatoriano, boliviano, argentino como la del indígena todo de América, que constituye el 75% de nuestra población- es causa sagrada, no porque el indio sea indio, vale decir que no sea blanco, sino porque el indio en su gran mayoría es explotado» (56).

Como Castro Pozo, Mariátegui y Gabriela Mistral entre otros, une el problema del indio al del latifundio y la tierra. Piensa que «la lucha de 400 años de la Comunidad contra el latifundio y la decadencia de éste, prueban históricamente que las bases de la Comunidad incásica, constituyen las bases de la restauración económica nacional» (57) y dado, por otra parte, que el imperialismo «plantea hoy para nuestra América su problema capital» (58), este mismo imperialismo «es el peor enemigo del indio» (59). Es, por tanto, en coherencia con estas premisas que puede llegar a concluir que «el problema indígena es, pues, económico, social y eminentemente internacional» (60).
Una nueva dimensión es explorada por Uriel García en El nuevo indio (1930). Allí aparece el telurismo en el sentido de una poderosa fuerza mística que ejerce la tierra sobre los que la habitan; es la tierra más que la biología lo que moldea al ser humano, según la síntesis de Martin Stabb (61). Son en consecuencia indios «aquellos cuyo interior responde al contacto con los estímulos que ofrece la naturaleza de América y que siente que ese espíritu está enraizado en la tierra» (62). García quiere en cierto modo revivir el apu, especie de espíritu unificador de la vida indígena, que podría o debería ligarse a las nuevas necesidades políticas y sociales de la región (63). Esto lo emparenta con Mariátegui y su idea del mito, que mueve e ilumina a las masas de la sierra. Para García, aunque hay que educar, elevar económicamente e incorporar el indio al mundo moderno, hay que conservar el espíritu indígena, «esa magnífica retorta de la química espiritual de la nueva América» (64).

El boliviano Gustavo Navarro propuso para América latina una revolución social inspirada en las formas políticas y sociales de la vida incaica (65). Pensaba que América latina no alcanzaría su plenitud de vida, ni saldría de su calvario, si no tomaba como dogma político el comunismo, pues con ello no haríamos sino revivir el sistema incaico que duró tantos siglos (66) y agregaba «la América de los incas se levantará en una nube de ternura y civilización» (67).

Proponía que la reforma del indio tenía que ser producto de una reforma de su ambiente, de una distribución racional de sus tierras y de los recursos para explotarlas. No se trataba de «civilizar» al indio, pues ello era perjudicial para éste. Pensaba que el indio «civilizado» se pervertía, perdía su parquedad, se hacía exigente, «dejando de sentir el amor noble y puro a la naturaleza» (68).

Pero antes que Navarro, Valcárcel, Mariátegui o Sánchez, el piurano Hildebrando Castro Pozo había escrito, en 1924, Nuestra comunidad indígena, obra de la cual se ha dicho que influyó «en la imagen que Mariátegui se hace del país como en la nacionalización del socialismo» (69). Castro Pozo que había residido durante años en medio del mundo indígena, tanto por razones familiares como laborales, acumuló un conjunto muy importante de información que se compila en su obra. Constata Carlos Franco que por las páginas de su libro desfilan temas «tan distintos y complementarios como la organización y funciones de la comunidad, las modalidades de trabajo de la tierra y cuidado del ganado, las características de las familias, las relaciones entre los sexos, la función de las mujeres, las condiciones del matrimonio y el régimen de los bienes conyugales, la educación de los niños, el papel de las escuelas y maestros» (70), entre otros todavía.

Pero lo más importante de la obra sería, para su época, el planteamiento en torno a la comunidad indígena y su importancia para el Perú y para un proyecto socialista. Según él, la comunidad podía resolver los problemas ante los cuales el latifundio se había mostrado inepto y por mismo en la comunidad residía una alternativa de modernización económica como expresión de su propia identidad (71). Esto es posible pues, para él, la comunidad indígena aparece en permanente recreación, siendo en consecuencia prueba de que existe una institución originaria y nacional alternativa que es mejor que el latifundio improductivo, así como superior a la feudalidad agraria imperante en Perú. Estima, por otra parte, que la comunidad puede potenciarse aún más con el cooperativismo, cuestión que sería coherente con su identidad. La cooperativa se inserta bien, se injerta en esta comunidad, pues no implica la renuncia a la propiedad comunal de las tierras, a la autonomía, a la solidaridad y colectivismo del trabajo y sí en cambio su prolongación efectiva más eficiente (72).
 

OTROS INDIGENISTAS

Por esos años el guatemalteco Miguel Ángel Asturias acentuaba cuestiones similares. Siguió la carrera de Derecho en la Universidad de San Carlos, en la Ciudad de Guatemala y se recibió de abogado en 1923, presentando una tesis sobre El problema social del indio, que se editó en 1977 con el título de Sociología guatemalteca (73). Asturias escribió, además de varias novelas de inspiración indigenista, ensayos breves y crónicas ya desde los años 20. En 1928 en «Regresión» afirma que «mientras el pueblo se distancia de la tierra y el extranjero, con todo derecho la toma —el dueño de tierras que no las trabaja debe ser despojado—; mientras parte de la juventud emigra a trabajar a los EE.UU. y parte se queda en casa trabajando como profesionales o empleaduchos, mientras el indio se muere intoxicado por el alcohol, debilitado por las enfermedades tropicales y explotado por el patrón que mantiene, como cadena a su pie enclenque, las deudas; los hombres que dirigen el país se gastan el tiempo en la política del momento; en la factura de proyectos de constitución que mueven a risa porque en el siglo de las aspiraciones hacia la igualdad económica, alzan la bandera, que ya no satisface a nadie, de la igualdad política» (74). Insiste Asturias en su crítica diciendo que «en Guatemala hay hechos que lloran sangre y uno de estos es el número de jóvenes que por culpa de la escuela, de la familia, de la sociedad y de los gobiernos, se expatrían y van lejos de su país natal para ganarse el pan, en tanto los extranjeros se apoderan de nuestra vida económica manejando en sus manos, ferrocarriles, luz eléctrica, compañías industriales y trabajos públicos» (75).

Poco después el colombiano Juan Clímaco Hernández planteó un «pan-indianismo». Escribió Raza y patria (1931); Prehistoria colombiana (1937) y Escenas y leyendas del páramo (1938). De Hernández se ha dicho que considera que existe una nación indígena y un espíritu de raza aborigen en toda América, que defiende su autenticidad cultural y lucha contra la sociedad dominante. Piensa que la identidad colombiana encuentra su autenticidad en Indoamérica, la patria grande, manifestándose partidario de que los indígenas luchen por sus propias formas sociales y características culturales. Al proclamar el pan-indianismo concluye que el primer paso hacia la liberación de América es reconocer que se trata de un mundo indígena, por ello no es en la imitación europea donde encontramos la autenticidad americana sino en el mundo aborigen (76).
Hernández, así como Uriel García, y con más fuerza Miguel Othón de Mendizábal y el propio Manuel Gamio como Luis Villoro, van a ir retomando el tema del indígena desde el punto de vista del carácter nacional. Particularmente los mexicanos van a preguntarse tanto por el papel del indígena como de su cultura material y simbólica en la historia del país, así como en la constitución de lo que va a llamarse la mexicanidad. Esta nueva perspectiva ya insinuada va a marcar posteriormente el pensamiento durante los años 40.

En Brasil apareció tímidamente, durante la segunda década del siglo, un esbozo de indigenismo. Miguel Calmon hacía elogios del indígena, destacando su «intransigente espíritu de apego al suelo y de independencia que llevó a Brasil a repeler las invasiones sucesivas y a afrontar y transformar una naturaleza tropical tan poco clemente» (77). Por esa misma época, Gilberto Amado pasando revista a la historia del país destacaba el rol del indígena en ese devenir.

Durante los años 20 el grupo modernista, más en la literatura que en el ensayo, destacó temas nativos. En un afán de endogenismo se buscaron nuevos temas para la literatura, apareciendo allí lo regional, la selva, lo interior, lo indígena.
Sin embargo, más importante en la acentuación de lo propio entendido como grupos sociales, es el énfasis en la gente del campo, sea como caboclo sea como curiboca. Allí el mestizo de indígena y/o africano con europeo es visto como base de la nacionalidad y de la cultura. Es particularmente destacable en este sentido la obra de Francisco Oliveira Vianna y luego de la década de los treinta Plinio Salgado quien señala a las poblaciones interiores como la verdadera fuente de la nacionalidad brasilera, marcando un identitarismo social de raigambre netamente conservadora (78).
 

INDIGENISMO Y SOCIALISMO

El indigenismo frecuentemente suena a socialismo o incluso a marxismo en este período, aunque no existe una relación necesaria. En esta época el indigenismo se resuelve en socialismo aunque en un sentido muy amplio: reformas en la propiedad de la tierra, expropiación, manejo de los recursos por parte del Estado, denuncia de la explotación, búsqueda de formas antifeudales y anticapitalistas de producción, ataques al imperialismo, reivindicación de lo popular.

Es en buena medida que el socialismo, e incluso el marxismo, se latinoamericaniza. Sea por la adopción de categorías, de temas, de proyectos, se va perfilando una teorización socialista que si bien ya se había anunciado en las décadas anteriores cuando se destaca la importancia de temas como el indígena (en Perú) y la propiedad de la tierra (México, Argentina), ahora se va a definir.

Mariátegui y Haya de la Torre, aunque también Navarro, Sánchez, Valcárcel, se identifican como socialistas en estos años. Incluso Vasconcelos, Uriel García, Gabriela Mistral suenan a socialismo (79). Ahora bien, probablemente lo que más ha reforzado la idea de un marxismo latinoamericano es la consolidación de lo que posteriormente se ha llamado la utopía andina; la idea del comunismo de los incas; la idea que reivindicar lo indígena es buscar la vuelta de una era dorada en la cual se fundía la identidad indoamericana con el socialismo.

Puede esto decirse de manera todavía más radical: en los años 20 se configura el primer modelo de socialismo con carácter latinoamericano y que va a tener importantes proyecciones durante el siglo; el Estado como gestor económico; la acentuación de una dimensión «mística», ética, donde se funde la idea neo-romántica de un mito indígena y la del héroe revolucionario, a la Sandino o a la Prestes; el latinoamericanismo (o indoamericanismo) antiimperialista; la reivindicación de una cultura popular mestiza y autóctona; el agrarismo ligado a lo indígena y a lo afro.
 

CONCLUSIÓN

Hemos señalado que dentro del ciclo identitario que se produce en el pensamiento latinoamericano de las primeras décadas del siglo, los años 1915-1930 están marcados por un énfasis en lo social, cuya expresión más importante es el indigenismo.

Hemos pasado revista a un conjunto de autores que siguiendo la herencia del arielismo acentuaron la defensa de lo propio pero ahora ya no identificado con el latinismo culturalista sino con el indígena: símbolo y expresión de lo más propio y radical del continente que se va incluso a denominar Indoamérica (80).

Como hemos visto, las posiciones de los diversos indigenistas no son idénticas ni por las ideas ni por las sensibilidades que las animan, aunque una mentalidad similar configura un clima en la intelectualidad que es característico del período. Entre las diferencias está el mayor o menor énfasis en los elementos modernizadores: rol de la ciencia y la tecnología, importancia de los modelos europeos o norteamericanos, papel de la cultura criolla-mestiza-urbana en relación a la emancipación del indígena-campesino.

Hemos destacado también otras diferencias, como el carácter más empírico de algunos (Gamio, Othón de Mendizábal, Gabriela Mistral, Mariátegui) y el carácter más principista de otros (Valcárcel, Haya de la Torre, Navarro); existen también diferencias entre una propensión más sociopolítica (Haya, Mariátegui, Navarro) y otra metafísico-filosófica (Othón de Mendizábal, Vasconcelos, Rojas).

Es destacable, sin embargo, el conjunto de elementos comunes. 1. Puesta en relieve del tema indígena en la discusión latinoamericana. 2. Valorización de lo indígena en la cultura e historia del continente. 3. Preocupación por realizar propuestas que mejoren su situación: económica, social, política, higiénica, educacional. 4. Reivindicación de valores morales, económicos, estéticos. 5. Visión del indígena como recurso salvador o renovador de América latina. 6. Identificación de la realidad con lo indígena, otorgándole un espacio y un reconocimiento.

Si este conjunto de elementos que no son acentuados por todos los indigenistas con igual intensidad, ni por todos del mismo modo se compara con el identitarismo culturalista del arielismo de 1900-1915, se destaca que allí el indígena aparecía menos, con menos énfasis, sin llegar a constituirse en figura clave de la renovación continental; excepción hecha probablemente de Dora Mayer y Pedro Zulen, en Lima. Si lo comparamos con los planteamientos de la generación todavía anterior, la de fines del siglo XIX (la del 80 en la Argentina, la de los científicos en México, las del positivismo spenceriano con rasgos darwinistas en Brasil, Perú, Chile, Bolivia, Venezuela, Cuba) nos damos cuenta cómo el contraste es aún mayor.

El indigenismo no se agota en 1930, continúa después y hasta nuestros días. Posee, posteriormente, líneas de continuidad y de ruptura con el esbozado aquí, pero no existirá sin hacer referencia a ésta su etapa fundacional.

NOTAS
(1) Este trabajo forma parte de una investigación mayor sobre historia del pensamiento latinoamericano en el siglo XX.
(2) Véase: Devés-Valdés, Eduardo, «El pensamiento latinoamericano entre los años 1915-1930 (lo social como reivindicación de la identidad», Cuadernos Americanos, Nº 55, enero-febrero, 1996.
(3) Bonfil Batalla, Guillermo, México profundo: una civilización negada, SEP-CIESAS, México, 1987, pp. 166 y ss. Giudicelli, Christophe: «L'Europe dans le discours identitaire mexicain: M. Gamio Forjando Patria», Revista Histoire et societes de l'Amérique Latine, Nº 4, mai, 1996.
(4) Véase: Vasconcelos, José, La raza cósmica, varias ediciones.
(5) Basave Benítez, Agustín, México mestizo. Análisis del nacionalismo mexicano en torno a la mestizofilia de Andrés Molina Enríquez, F.C.E., México, 1992.
(6) Op. Cit., p. 13.
(7) Citado por Basave Benítez, Agustín, Op. Cit., p. 126.
(8) Gamio, Manuel, La población del valle de Teotihuacán, México, Dirección de Talleres Gráficos, SEP, 1922, p. 52.
(9) Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México, F.C.E., México, 1996, p. 253.
(10) Gamio, Manuel, Forjando Patria, Porrúa Hnos., México, 1916, p. 325.
(11) Villoro, Luis, «Manuel Gamio: la paradoja del indigenismo», en En México entre libros. Pensadores del siglo XX, F.C.E., México, 1995, p. 66.
(12) Othon de Mendizábal, Miguel, La ética indígena, Impr. Museo Nacional de Antropología, México, 1923, p. 6.
(13) Op. Cit., pp. 36-37.
(14) Ibíd., p. 37.
(15) Ibíd., p. 38.
(16) Rojas, Ricardo, Eurindia, Librería de Juan Roldán, Buenos Aires, 1924, p. 41.
(17) Op. Cit., p. 20.
(18) Ibíd., pp. 169-170.
(19) Ibíd., p. 170.
(20) Ibíd., p. 170.
(21) Cornejo Polar, Jorge, «El problema de las generaciones en el Perú», en Cuadernos de Historia, Universidad de Lima, p. 63.
(22) Planas, Pedro, El 900. Balance y recuperación, CITDEC, Lima, 1994, p. 39.
(23) Céspedes, Mario, Gabriela Mistral en el Repertorio Americano, EDUCA, San José, 1978, p. 13.
(24) Probablemente Gabriela Mistral conocía los concursos de belleza llevados a cabo en México, llamados de la «India bonita», cuya primera versión se realizó en 1921. Véase Pérez Monfort, Ricardo, «Indigenismo, hispanismo y panamericanismo en la cultura popular mexicana de 1920 a 1940», en Blancarte, Roberto (comp.) Cultura e identidad nacional, F.C.E., México, 1994.
(25) Scarpa, Roque Esteban, Gabriela anda por el mundo, Edit. Andrés Bello, Santiago, 1978, p. 99.
(26) Op. Cit., pp. 100-101.
(27) Ibíd., p. 169.
(28) Mistral, Gabriela, «Pasión agraria», en El recado social de Gabriela Mistral, Edit. Primicias, Santiago, 1990, p. 40.
(29) Op. Cit., p. 43.
(30) Ibíd., p. 42.
(31) Ibíd., p. 42.
(32) Mistral, Gabriela, «Agrarismo en Chile» en Op. Cit., p. 44.
(33) Op. Cit., p. 44.
(34) Ibíd., p. 46.
(35) Arroyo, César, Revista Repertorio Americano, Tomo XVI, 1928, p. 148.
(36) Véase: Piel, Jean, Crise agraire el conscience créole au Pérou, CNRS, Paris, 1982, p. 83 y ss. Piel cita: Ante el problema agrario peruano, Lima, Edit. Perú, 1928.
(37) Mariátegui, José Carlos, 7 Ensayos, Maspero, p. 260.
(38) Pacheco Velez, César, Ensayos de simpatías: sobre ideas y generaciones en el Perú del siglo XX, U. del Pacífico, Lima, 1993, p. 105.
(39) Citado por Pacheco Velez, César, Op. Cit., p. 106.
(40) Tamayo Herrera, José, «El indigenismo limeño: 'La Sierra' y 'Amauta', similitudes y diferencias 1926-1930», Cuadernos de Historia, U. de Lima, Lima, 1988, pp. 138-139.
(41) Op. Cit., pp. 140-141.
(42) Salazar Bondy, Augusto, Historia de las ideas en el Perú contemporáneo, 2do. Tomo, Francisco Moncloa Editores, Lima, 1965, pp. 308-309.
(43) Mariátegui, José Carlos, 7 Ensayos, p. 268.
(44) Ibíd., p. 268-271.
(45) Mariátegui, José Carlos, «Prólogo» a Valcárcel, Luis, Tempestad en los Andes, Lima, 1927, p. 10.
(46) Ver Leibner, Gerardo, «La Protesta y la andinización del anarquismo en el Perú: 1912-1915», en Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, Vol. 5, Nº 1, enero, 1994, U. de Tel Aviv.
(47) Mariátegui, «Prólogo» a Valcárcel, Luis, Op. Cit.
(48) Valcárcel, Luis, Tempestad..., p. 10.
(49) Op. Cit., p. 116.
(50) Ibíd., p. 120.
(51) Sánchez, Luis Alberto, «Colofón», en Valcárcel, Luis, Tempestad...
(52) Op. Cit., p. 181.
(53) Ibíd., p. 183.
(54) Haya de la Torre, Víctor Raúl, «El problema del indio» (1927), en Teoría y táctica del aprismo, Edic. La cultura peruana, Lima, 1931, p. 34.
(55) Op. Cit., p. 37.
(56) Ibíd., p. 35.
(57) Ibíd., p. 41.
(58) Ibíd., p. 42.
(59) Ibíd., p. 44.
(60) Ibíd., p. 41.
(61) Stabb, Martin, América latina en busca de una identidad, Monte Avila, Caracas, 1969, pp. 134-135.
(62) García, José Uriel, El nuevo indio. Ensayos indianistas sobre la tierra subperuana, 2da. edic., Cuzco, 1937, p. 6. Citado por Stabb, Martin, Op. Cit., p. 135.
(63) Stabb, Martin, Op. Cit., p. 135.
(64) García, José Uriel, Op. Cit., p. 95. Citado por Stabb, Martin, Ibíd., p. 136.
(65) Francovich, Guillermo, El pensamiento boliviano en el siglo XX, F.C.E., México, 1956, p. 67.
(66) Op. Cit., p. 68.
(67) Ibíd., p. 69.
(68) Ibíd., p. 76.
(69) Franco, Carlos, «Hildebrando Castro Pozo: El socialismo cooperativo», en Pensamiento Político Peruano, editado por Alberto Adrianzén, DESCO, Lima, 1990.
(70) Op. Cit., p. 164.
(71) Ibíd., p. 166.
(72) Ibíd., p. 167.
(73) Skirius, John, El ensayo hispanoamericano del siglo XX, F.C.E., 3ra. edición, México, 1994, p. 183.
(74) Citado por Skirius, John, Op. Cit., pp. 185-186.
(75) Ibíd., p. 186.
(76) Ocampo López, Javier, Los orígenes ideológicos de Colombia contemporánea, IPGH, México, 1986, p. 96.
(77) Citado por Skidmore, Thomas, Preto no branco. Raça e nacionalidade no pensamiento brasileiro, Paz e Terra, 2da. Edición, RJ, 1989, p. 183.
(78). Véase, Amaro Vieira, Evaldo, Oliveira Vianna e o Estado Corporativo, Grijalbo, São Paulo, 1976, p. 93.
(79) Tamayo Herrera, José, Historia general del Qosqo, Municipalidad del Qosqo, Qosqo, 1992, pp. 760-763.
(80) Haya de la Torre en una conferencia dictada en el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria de México, en 1927, refiriéndose a los nombres de nuestra América afirmó: «Hispanoamericanismo igual colonia; Latinoamericanismo igual independencia y república; Panamericanismo igual imperialismo, e Indoamericanismo igual unificación y libertad». En Op. Cit., p. 3.